A los mandos del carro, un mas que probable obediente chófer que no había visto en mi vida. Parecía, eso si, buena gente. Era exactamente igual que los chóferes de las películas. Alto, delgado, de semblante amable y ligeramente arrugado, impolutamente vestido con un traje gris marengo y corbata granate abrochada sobre una camisa blanca con gemelos dorados. Se había acercado con parsimonia, elegancia y discreción:
- ¿Señorita Badiola? – preguntó con una afable sonrisa y voz aterciopelada, casi femenina.
- Si, yo soy – acerté a contestar
- Si me acompaña, el señor Villar de Esnaola la espera para cenar en su casa.
Me levanté sin pensar en nada y le seguí. Abrió gentilmente la puerta trasera del Rolls, cerró la puerta cuando se hubo asegurado que yo ya estaba correctamente sentada y tras darle una buena propina al aparcacoches se sentó en el asiento del conductor, me miró por el retrovisor y me dijo:
- Si le apetece beber algo, encontrará algún licor en la nevera. Sólo tiene que apretar el botón dorado. No tardaremos mucho. Espero que se sienta bien.
Le devolví la mirada por el retrovisor y asentí con una ligera mueca de agradecimiento.
“Villar de Esnaola”, pensé. Claro V.S. Cuántas veces me había preguntado a quien pertenecían esas iniciales desde que hace casi dos meses había leído la tarjeta que me había llegado junto con doce rosas rojas.
“¿Y por qué no?
V.S.”
Desde entonces, todos los lunes en mi despacho aparecía un ramo idéntico a aquel, aunque siempre con una tarjeta distinta. Siempre firmaba V.S. “Claro Villar de Esnaola”, pensé.
“Siempre soñé envejecer al lado de una mujer como tu”
V.S.”
Mis compañeros, siempre discretos, me miraban con sorpresa cada lunes, pero nunca preguntaron. Asumían, ingenuos, que por fin mi suerte había cambiado y el amor había llamado a mi puerta.
Hace ahora tres semanas fue la primera vez que me invitaba a cenar. Lo hizo, esta vez, acompañando un Citizen Silhouette increíblemente precioso.
“Me encantaría cenar esta noche contigo.
- Si, yo soy – acerté a contestar
- Si me acompaña, el señor Villar de Esnaola la espera para cenar en su casa.
Me levanté sin pensar en nada y le seguí. Abrió gentilmente la puerta trasera del Rolls, cerró la puerta cuando se hubo asegurado que yo ya estaba correctamente sentada y tras darle una buena propina al aparcacoches se sentó en el asiento del conductor, me miró por el retrovisor y me dijo:
- Si le apetece beber algo, encontrará algún licor en la nevera. Sólo tiene que apretar el botón dorado. No tardaremos mucho. Espero que se sienta bien.
Le devolví la mirada por el retrovisor y asentí con una ligera mueca de agradecimiento.
“Villar de Esnaola”, pensé. Claro V.S. Cuántas veces me había preguntado a quien pertenecían esas iniciales desde que hace casi dos meses había leído la tarjeta que me había llegado junto con doce rosas rojas.
“¿Y por qué no?
V.S.”
Desde entonces, todos los lunes en mi despacho aparecía un ramo idéntico a aquel, aunque siempre con una tarjeta distinta. Siempre firmaba V.S. “Claro Villar de Esnaola”, pensé.
“Siempre soñé envejecer al lado de una mujer como tu”
V.S.”
Mis compañeros, siempre discretos, me miraban con sorpresa cada lunes, pero nunca preguntaron. Asumían, ingenuos, que por fin mi suerte había cambiado y el amor había llamado a mi puerta.
Hace ahora tres semanas fue la primera vez que me invitaba a cenar. Lo hizo, esta vez, acompañando un Citizen Silhouette increíblemente precioso.
“Me encantaría cenar esta noche contigo.
Cuando estas agujas marquen las nueve de la noche,
te esperaré en el Restaurante del Ritz.
V.S.”
No acudí, pero el lunes siguiente las flores volvieron a aparecer. Deseché otros tres ofrecimientos, pero las flores siguieron llegando.
Ni siquiera ahora comprendo por qué acepté en esta ocasión. Siempre había sido educado, amable, atento, desprendido, justo en un momento en el que yo necesitaba precisamente eso. Y acepté la invitación.
Y ahora mientras me alejaba en aquel lujoso coche empecé a dudar. No le conocía de nada, no le había dicho a nadie a donde me dirigía aquella noche, ni siquiera nadie sabía quién me enviaba flores. Yo y mi maldita personalidad egocéntrica. Mi estúpido afán de salvaguardar mi intimidad.
Mientras la noche se hacía mas lóbrega, mi hálito se secaba y a pesar de ser agosto, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo...
V.S.”
No acudí, pero el lunes siguiente las flores volvieron a aparecer. Deseché otros tres ofrecimientos, pero las flores siguieron llegando.
Ni siquiera ahora comprendo por qué acepté en esta ocasión. Siempre había sido educado, amable, atento, desprendido, justo en un momento en el que yo necesitaba precisamente eso. Y acepté la invitación.
Y ahora mientras me alejaba en aquel lujoso coche empecé a dudar. No le conocía de nada, no le había dicho a nadie a donde me dirigía aquella noche, ni siquiera nadie sabía quién me enviaba flores. Yo y mi maldita personalidad egocéntrica. Mi estúpido afán de salvaguardar mi intimidad.
Mientras la noche se hacía mas lóbrega, mi hálito se secaba y a pesar de ser agosto, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo...